La guerra es la derrota del sentido común, sin el cual no hay presente seguro. La Paz es la búsqueda permanente de una armonía, imprescindible para apreciar la vida. Los hombres públicos, que buscan el conflicto constante, psicológicamente ya lo llevan en su vida privada, y por lo tanto lo trasladan a su accionar colectivo.
El maquiavélico concepto, que afirma que el enemigo de mi enemigo es mi amigo, tiene una base falsa y capciosa. Esa frase sólo sirve para justificar alianzas contradictorias y circunstanciales, que se transforman con el tiempo en nuevos conflictos e incertidumbres.
Cuando en el siglo XIX el general prusiano Clausewitz señaló que la guerra es la continuación de la política por otros medios, marcó una realidad incompleta. Porque ¿cuál es el precio de esa política y de esos medios? ¿Es política el triunfalismo sobre los cadáveres propios y ajenos? Creo, que ese modus operandi es sólo una manera de sepultar ideas y soluciones.
Morir por la Patria, si surge de un acto voluntario y personal, implica una toma de decisión valiosa. Pero también es muy valiosa y necesaria la determinación de Vivir con la Patria. Esto último requiere un silencioso heroísmo, cotidiano y permanente, que muchas veces pasa desapercibido frente a los demás ciudadanos, pese a la gran importancia social que tiene el mismo.
Se decía que en los tiempos de paz los hijos entierran a sus padres; en tiempos de guerra son los padres los que entierran a sus hijos. Sin embargo este concepto, válido en las épocas de grandes desplazamientos de hombres en las líneas de combate, no tiene el mismo valor en las últimas décadas del siglo XX. Las fronteras ya no fijan límites para el desarrollo de las batallas; la población civil también sufre las consecuencias de ataques que se manejan desde muy largas distancias. Más aún muchas veces se busca quebrar el ánimo del adversario mediante la destrucción de su frente interno. De esta manera todos se convierten en refugiados frente a las agresiones externas.
La moderna tecnología se ha agregado a una vieja perversidad, no controlada en el tiempo. Así como las distancias se fueron acortando metódicamente hasta perder importancia, el concepto de instantáneo se transformó en algo común y normal. Todos pueden observar por la televisión satelital cómo se mata a la gente o se destruye una ciudad.
El sufrimiento de las personas, al ser difundido mundialmente, puede llevar a algunos a la sensación equivocada de que se está frente a actores, dirigidos magistralmente, en una película de acción. Hasta los ruidos y fogonazos se perciben como efectos especiales de una serie que se transmite cotidianamente. Más aún, cuando se da un cese de fuego o un armisticio, mentes no adecuadamente formadas aprecian que se acabó el libreto, o se desinteresó la audiencia en esa serie.
Los gobernantes que tienen el poder para desatar una guerra, o para terminar con ella, soslayan a veces la crisis de incertidumbre que implican sus decisiones. Sus conciudadanos, y los que son considerados adversarios, pierden, total o definitivamente, un elemento fundamental en el ser humano: la sensación de seguridad y, por ende, la protección de una justicia generalizada.
Las guerras contemporáneas difieren de aquellas que la historia nos enseña. Y así como algunos medios de comunicación nos pueden confundir con su presentación escénica, otros deben cumplir la función de clarificar responsabilidades, descubrir reales motivaciones, señalar los verdaderos intereses creados que están escondidos en cada episodio. Sin una prensa esclarecedora no puede haber paz permanente. Sin paz no hay democracia. Sin democracia no hay libertad ni igualdad de derechos.
Carlos Besanson
Publicado en el Diario del Viajero n° 623, del 7 de abril de 1999