Quienes tenemos experiencia acumulada, a veces delatada por las canas, hemos hecho nuestra escuela primaria en una época en que los alumnos teníamos que escribir las tareas con unas lapiceras, que terminaban en un plumín o en una pluma de acero, habitualmente llevaban por su forma la denominación de cucharita. Esa lapicera era mojada en tinteros encastrados en los pupitres estudiantiles, que siempre tenían desajustes por el uso y mal uso, y que por lo tanto poseían un movimiento pendular, en la medida que el condiscípulo del banco de adelante no controlara las inquietudes propias de la niñez. Era común por lo tanto que la tinta líquida salpicara los guardapolvos o manchara los textos para horror de nuestras madres y enojo de los maestros. Esa peligrosa lapicera iba acompañada siempre de un complemento que se llamaba papel secante, que trataba de limitar los manchones que de tanto en tanto se generaban; porque el arte de escribir con lapicera con pluma era evitar que la misma se cargara demasiado para que el exceso de tinta no cayera, sobre el cuaderno o los papeles del alumno. El mortificante manchón, era la prueba de no haber sabido equilibrar la carga de tinta con la velocidad de la escritura, es decir que si la mano se detenía en sus movimientos la tinta seguía deslizándose a través de la pluma hasta estropear el trabajo. ¡Eran los tiempos en que el bolígrafo aún no había sido creado y que la lapicera fuente no era admitida en la escuela!
Cuando muchos años después comencé a estudiar historia como parte de la adquisición de experiencias ajenas, descubrí que esa maldición de los manchones de tinta venía de algunos siglos atrás. Pero sin ir tan lejos tengo presente a un personaje destacado y polémico de nuestra historia, don Domingo Faustino Sarmiento, que cuando quería denostar a la burocracia contemporánea los llamaba cagatintas. Era la época en que no existían computadoras ni máquinas de escribir, pero sí hombres que sabían impedir sin máquinas, porque la tendencia de sentirse importante al convertirse en hombre escollo siempre estuvo en la forma de comportamiento de los hombres egoístas y mediocres.
Los cagatintas, como las cucarachas, han arribado a las puertas del siglo XXI y seguirán preocupando a todas las personas que aman la limpieza. Creer que la burocracia existe solamente en la función pública, es tener un conocimiento parcial y estrecho de la realidad. La burocracia se da también intensamente en las empresas privadas, que no logran detectar la ineficiencia de sus integrantes y transfieren a los clientes los costos inflados larvadamente, por inservibles formas de ejecución.
En el país del más o menos resulta bastante fácil disimular disfunciones detrás de cargos y direcciones. Ciertos organigramas semejan a planos de proyectos arquitectónicos que jamás funcionarán, porque son finalmente los hombres y no sus escritorios y despachos los que van a dar vida y salud a un cuerpo económico y social, o le van a quitar tiempo y calidad de vida a ese organismo.
Los cagatintas, sean públicos o privados, causan manchas desfigurantes que si uno no sabe evitarlas, o en el peor de los casos borrarlas, terminan desmereciendo objetivos y estrategias.
Carlos Besanson
Publicado en el Diario del Viajero n° 425, del 21 de junio de 1995