Siendo un joven abogado, que vivía del ejercicio de su profesión comencé a descubrir los vericuetos de la actividad tribunalicia. El recorrido de los mal iluminados pasillos de los edificios judiciales, me ubicaba frente a una realidad que no se ajustaba totalmente a la enseñanza recibida en la Universidad. Por ejemplo, cada Secretaría, en el papeleo tenía sus tics administrativos que diferían de aquellos pertenecientes a la otra Secretaría del mismo Juzgado. Los horarios de iniciación de las audiencias excedían en muchos casos la clásica media hora de tolerancia a favor del juzgado que pregonaban los usos y costumbres procesales. El anacronismo de la operatoria de coser los expedientes o poner los cargos con la fecha y hora de presentación de los escritos, eran trámites que violentaban el sentido común de un observador imparcial, y más aún de un auxiliar de la justicia como se lo consideraba al letrado interviniente.
Poco a poco fui descubriendo que el abogado cumplía una función de gestor con título habilitante. Este concepto puede molestar a algún colega que no conviva con el quehacer cotidiano de Tribunales, pero refleja una realidad que no se debe falsear frente a los estudiantes y, menos, ante los clientes.
Una de las técnicas que desarrollan los letrados es la plus petitio, es decir el pedir de más, para apabullar a la parte contraria y obtener en una transacción algo de lo mucho pedido. Mi técnica fue pedir siempre lo que consideraba equitativo, y por lo tanto era más que razonable que obtuviera mi reclamo.
Mi éxito como profesional consistió en ubicarme ante estos hechos y aceptar ser gestor pero de causas justas.Este encuadre podía desentonar con el de aquellos que dicen que el abogado debe defender a su cliente cualquiera sea su grado de culpabilidad. No estoy de acuerdo con ello; el abogado es uno de los pocos que puede desentrañar la verdad, antes que la misma sea camuflada con argumentaciones y a veces mendacidades. Porque los conflictos legales comienzan por ser, siempre, conflictos humanos que se transportan al ámbito judicial. Así como el médico tiene en cuenta las características del enfermo para determinar cómo combatir sus males, el abogado debe conocer la psicología de las partes para saber moverse dentro del conflicto. En algunos casos el Juez se transforma en parte del conflicto, y por ende el letrado debe advertir de inmediato que algo está pasando que aleja al magistrado de una recta resolución.
Estas meditaciones tienden a que los amigos lectores entiendan que la distorsión que se puede dar en la justicia está dada, entre otras cosas, por una malformación de aquellos niveles de donde emergen todos los protagonistas principales del caso judicial: los abogados. Porque para ser buen Juez hay que ser primero buen abogado, y para ser buen abogado hay que ser un buen hombre. Lamentablemente las universidades no se fijan como objetivo armar buenos hombres, a lo sumo, de hecho, buenos técnicos legales. Parecería que el ganar un pleito es un objetivo mucho más importante que el hacer justicia.Los leguleyos no necesitan estudiar ética, les sobra un juego de palabras para autojustificarse, y con el tiempo un psicoanalista para encausar sus duplicidades e incongruencias. Sin buenos abogados no puede haber buenos jueces, y la carencia de auténticos jueces destruye la moral de los abogados en formación.
Los medios de comunicación informan constantemente de la existencia de hechos conflictivos que tienen trámite judicial. Sin embargo son pocas las sentencias que salen en tiempo como para paliar la conmoción social que producen esos hechos. Parecería que todo el esfuerzo consiste en abrir un expediente, colocar una carátula que muchas veces se cambia, y esperar. Esa misma espera que tienen las piedras fundamentales colocadas para demostrar que alguien pensó primero, sin importarle que es la obra conclusa en tiempo lo que vale, y no el proyecto ambicioso. Las sentencias han de responder fielmente a los hechos que las justifican, y sus considerandos deben ser el fundamento de una sociedad democráticamente justa, en la cual el poderío del dinero no genere un bill de indemnidad para aquellos que lo tienen, y una arbitrariedad más para los carenciados.
Carlos Besanson
Publicado en el Diario del Viajero nº 308, el 24 de marzo de 1993