La integración en el cuerpo social significa la vida. La desintegración representa la degradación, decadencia y finalmente la muerte del mismo.

Cuando en Francia Luis XIV, le Roi Soleil, dijo el Estado soy Yo manifestó la identificación absolutista en su persona de los conceptos de Estado e incluso de Nación. Una larga tradición histórica que de hecho aunaba la posesión del cargo con el dominio sobre las personas subordinadas, significó variables que degradaban al hombre en sus derechos fundamentales.

La esclavitud del enemigo vencido, o el aterramiento del siervo de la gleba, que como los galeotes en el mar, estaban como encadenados, sujetos a los surcos de la tierra, eran propiedad y dominio del señor triunfante. Si se admitía la existencia de hombres sin derecho alguno, la alternancia entre el bienestar y la desgracia dependía fundamentalmente del éxito del noble para el cual se trabajaba.

Si bien en la antigüedad existían ciudades en donde se practicaba la democracia entre los ciudadanos, quienes no los eran sufrían la ausencia de protección legal para actuar en plenitud. Solamente en los dos últimos siglos la aplicación de nuevas filosofías políticas y del derecho permitió fundamentos adecuados para ser enarbolados como banderas. Sin embargo las guerras de prestigio, o las económicas; las de desarrollo imperial, o las de liberación justificaron falsas razones de Estado que coartaron el desarrollo ciudadano. Todo conflicto bélico, latente o formal, implicó grandes movilizaciones de recursos humanos y económicos. La tradicional leva de hombres y bienes significó siempre la obligatoriedad de los aportes.

El ciudadano de hecho se convirtió en un mero habitante contribuyente que no podía discutir bajo pena de llamarse traidor. Generaciones formadas a través de la reiteración de episodios como los relatados crearon una confusa memoria social sobre pertenencias y posesiones. El posesivo absurdo intelectual de asociar la totalidad de los derechos a una sola persona, y el sinfín de obligaciones a las restantes, ha dejado resabios hereditarios en muchos dirigentes políticos del mundo. No siempre son sus dichos, sino sus hechos los que evidencian la confusión entre vocación y mesianismo, entre ser estadista y confundirse en el Estado.

El sentirse útil a la sociedad y sus componentes individuales no debe implicar la búsqueda de la suma del poder público; porque no hay democracia si no hay partes, y no hay partes si no hay ciudadanos en función. No existe la República de los Robots sino en la mente de algún novelista de ficción o algún creador de un soft de juegos electrónicos. Solamente si todos gritamos el Estado somos nosotros, nuestros mandatarios en los tres poderes, electos en forma directa o indirecta, se reubicarán en su labor específica de ser servidores del pueblo.

Recuerdo que, en mi época de ejercicio intenso de la abogacía, cualquier cliente tenía el derecho de presentarse en un expediente judicial y hacer manifestaciones de por sí, aunque en el mismo participara un apoderado designado previamente. Bastaba para ello que pusiera una mera fórmula que decía sin revocar poder. Es decir que los poderes jamás inhibían al poderdante para actuar en forma directa. De la misma manera el ciudadano puede y debe actuar cotidianamente, sin revocar poder, pero sin renunciamiento alguno en todo lo que hace al ejercicio de sus derechos y de sus apetencias legítimas.

Y una última reflexión: ningún apoderado es más, o vale más, que su representado.

Carlos Besanson

Publicado en el Diario del Viajero n° 424, del 14 de junio de 1995