Tener un «hijo diez» es una meta familiar cada vez más común. El deseo de tener al mejor en casa es una exigencia que afecta la autoestima de los chicos y aumenta sus niveles de ansiedad. Ellos ya no disfrutan de su infancia ni los padres de su rol. El abanico de variantes es interminable, y se proyectó en frases famosas como «la nena es abanderada» o «m’hijo el doctor».
Ocurrió siempre, y es casi una ley natural: los padres depositan en sus hijos expectativas de triunfo, de superación, de trascendencia. Pero el sueño del «hijo diez» tiene hoy en las familias un peso y una urgencia sin antecedentes.
Según los especialistas, en el marco de una cultura exitista, individualista y competitiva como la actual, el deseo de tener en casa al chico perfecto, al campeón y al mejor de todos se evidencia en muchos hogares con niveles de presión inéditos.
No alcanza con ser bueno: se debe ser el mejor. Ser más que los demás es el desafío que la sociedad promueve las 24 horas y el mandato que cada vez más padres transmiten a sus hijos en áreas de lo más diversas. Hasta las publicidades infantiles se encargan de subrayarlo: ya no invitan a tomar la leche para ir a jugar; hay que alimentarse para ser el más fuerte, el más rápido, el más alto. Mensajes que calan hondo entre los más chicos, obligados a enfrentar el desafío del éxito casi desde la cuna.
«Vivimos en una sociedad exitista e individualista, en la que también los adultos están sometidos a una mayor presión. Esos mandatos nos atraviesan a todos. Además, hoy cuesta mucho criar a los hijos, educarlos. Uno debe hacer un gran esfuerzo y se vuelve más exigente con ellos», dice el psicólogo Marcelo Roffé, coautor del libro «Mi hijo el campeón».
«La presión que sienten los padres desde la sociedad es tal que, aun antes del nacimiento, empiezan una carrera para estimular al niño, intentando que esté siempre un paso más adelante. Le llenan la agenda desde bebé», dice Gabriela Micha, psicóloga.
«En el consultorio lo vemos todo el tiempo. Los padres quieren que el hijo sea superdotado y que haga de todo. Los chicos llegan agotados y en lugar de darles lugar para el descanso y el juego piden vitaminas para que sigan así», cuenta el pediatra Horacio Yulitta, de la Sociedad Argentina de Pediatría.
«Muchos papás están todo el día comparando si camina antes o después que fulano, si debiera hablar más o menos que sultano, si no tendría que estar gateando a los 5 meses. Y siempre hacen hincapié en lo estimulado que está -sigue Yulitta-. El nivel de ansiedad con que vienen al consultorio revela que ni siquiera se permiten disfrutar su rol. Tienen poca tolerancia a la frustración respecto al hijo ideal que inventan y no se bancan que no sea el mejor o el más talentoso. Yo insisto en que los dejen vivir, que los dejen disfrutar, que los dejen ser niños», subraya.
«A vos no te falta nada, no te puede ir mal». «Yo no tuve ni la mitad de posibilidades que vos, debés aprovecharlas». Los padres que se sienten con derecho a exigir todo porque «dan todo» se multiplican. Una forma habitual de presión se esconde en estas frases que, según los expertos, tienen más de frustración personal y resentimiento que de buenas intenciones: «A los padres no les gusta escucharlo. No aceptan que puedan tener esos sentimientos hacia los hijos, pero los tienen. Es humano», tranquiliza la psicoterapeuta Lidia Manfredi. «Muchas veces dan todo lo que creen que los hijos quieren, y los hijos quieren otra cosa».
(Continuación de la semana pasada)
Dar oportunidades y estimular es saludable y enriquecedor, pero el límite entre motivar y presionar es a veces difuso. «Cuando la exigencia es desmedida y el niño no puede responder, empieza a sentir que nunca está a la altura de los que se espera de él. Esa actitud, lejos de funcionar como incentivo, afecta su autoestima y el chico responde cada vez menos», asegura la psicoanalista Gisella Untoiglich, del Centro Dos. «Los padres suelen manejarse según sus propios ideales, sin tomar en cuenta las posibilidades reales del niño. Ocurre mucho a la hora de elegir la escuela. Allí los padres quedan expuestos ante los demás y se sienten juzgados por el fracaso del chico. Aumentan la presión y la situación empeora».
En El Velasco, uno de los institutos que preparan chicos para el ingreso a colegios como el Nacional de Buenos Aires y el Pellegrini, saben de lo que habla. «El ingreso es una situación límite, que involucra a toda la familia, pero tiene que ser una elección del chico. Si él no la pasa bien, no sirve. Cuando advertimos que es un proyecto de los padres no sigue. Muchos padres los llevan a institutos con regímenes casi militares. Es un camino seguro a la frustración», dice Sergio Guelerman, su director.
También en Elenquitos, una empresa que selecciona chicos para actuar en televisión o protagonizar publicidades, palpan el tema. «Vienen constantemente padres que quieren que su hijo sea famoso, pero nosotros estamos en contra. Queremos que sea algo distendido. Trabajamos con chicos que lo toman como una diversión», dice Carolina Gheorghiu, coordinadora.
Ni bien empieza a latir en el vientre materno, los padres proyectan en el bebé un montón de deseos, temores y fantasmas. «Es imprescindible que tengan proyectos para sus hijos, que los orienten y estimulen, pero también que escuchen lo que cada hijo necesita, puede y quiere y cuáles son sus tiempos -dice Untoiglich-. Si no se respeta eso, es probable que el niño viva en un estado de insatisfacción y sufrimiento constante».
El miedo creció en
los chicos
En su libro El estrés del niño, la psicóloga Georgia Witkin revela que «muchos padres que presumen de tener una comunicación abierta y fluida con sus hijos ignoran sus verdaderas preocupaciones». La especialista entrevistó a 800 niños y descubrió que el miedo a la enfermedad y/o la muerte de los padres creció considerablemente en los últimos años, y que las separaciones, por amistosas que sean, siguen constituyendo «una fuente de intensa desazón en los hijos».
Familias dispersas. Vínculos frágiles. Cuidadoras que cambian. Padres constantemente apurados y urgidos, siempre de paso. El fantasma del abandono merodeándolo todo y la ansiedad por separación a la orden del día. En ese puñado de realidades explica Witkin los malestares del niño. «Hay que aprender a descifrar mensajes que no vienen codificados en palabras», dice, e invita a leer señales, gestos, miradas y hasta llantos que muchos profesionales «mal encasillan» bajo el rótulo «trastorno».
«Si quiere a un hijo campeón, deje a su hijo en paz»
La obsesión por el éxito encuentra en el deporte su más cruda expresión. «Vivimos en un mundo de locos, y en el fútbol la locura es cada vez mayor. Los padres, en vez de un hijo, ven un billete con piernas. No les importa el juego ni la diversión. Comercian con las criaturas, los vuelven locos», dice Jorge Rinaldi, coordinador de las divisiones inferiores de San Lorenzo.
«Tuve una escuelita durante años y algunos padres nos cansaron tanto que terminamos poniendo en la puerta un cartel que decía: si quiere un campeón en casa, deje a su hijo en paz y empiece a entrenar. No era simpático, pero fue la manera más sutil que encontramos para pedirles que aflojen», cuenta Rinaldi.
«Hay actitudes de los padres que convierten al deporte en algo distinto a la diversión, a lo lúdico. Muchos chicos miran aterrados a sus padres y entrenadores cuando cometen un error. No pueden equivocarse libremente y sin conflicto, como debería ser», dice Marcelo Roffé, presidente de la Asociación de Psicología del Deporte. «Los chicos practican un deporte para hacer amigos, para tener un momento de descarga y diversión. No hay que hacer foco en los resultados. Los padres deben estimular, proponer, encender el fueguito y luego correrse y acompañar».
Fuente: www.proyecto-salud.com.ar
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