Difícilmente alguien en su sano juicio sería capaz de cuestionar la noción de que un psicólogo debe ser una persona con una amplia capacidad para escuchar. Psicólogos sordos o hipoacúsicos hay, pero ciertamente encuentran modos de compensar su handicap.
Saber guardar silencio y una gestualidad que estimule exteriorizar las cuitas y contar lo que duele debe figurar en el repertorio de un psicólogo clínico de un modo insustituible, no importa su orientación teórica, su estilo personal, o su experiencia profesional.
Hasta ahí la cosa, no veo como no estar de acuerdo con eso de quedarse en el molde mientras el otro desgrana, entre lagrimas y mocos, entre broncas y vergüenzas, todo el espinel de anzuelos enganchados en la línea media de su cuerpo que pasa por su cabeza, su corazón, sus gónadas.
Sin embargo por alguna razón las cosas han ido enfilando progresivamente para el lado de los tomates, y algunos -por fortuna no todos- terminaron en psicólogos mudos.
Tengo fresco aun en mi memoria lo bien que se me daba, durante mis años de formación, eso de «poner cara» y obligarme estoicamente a cerrar el pico durante un rato largo, no importaba lo que dijera el interlocutor. Hasta solíamos parodiar verdaderos concursos de resistencia lacónica ante largos lapsos taciturnos o exabruptos descomunales. Se me ocurre que, a pesar de mi temperamento tirando a expresivo y jetón, debo haberlo hecho impecablemente y ganado alguna que otra «Medalla al Silencioso Recalcitrante».
Me reservo por mera delicadeza revelar lo que opinaba por entonces cuando algún «genio» magistral nos infiltraba oficiosamente cosas como «este silencio permite interpretar el silencio anterior», o exaltar a la deidad escolástica correspondiente y celebrar frases que caracterizaban al silencio como «el oro del analista». Lo del pequeño saltamontes al estilo Kung-Fu nunca fue mi fuerte, y si alguno insinúa que se trataba de soberbia post-adolescente, no veo como defenderme ni estoy demasiado dispuesto a dar explicaciones.
Lo que el sentido común de aquellos años me dictaba bien podría haber sido morigerado con el tiempo, pero ocurrió que al maldito menos común de los sentidos terminó por apuntalar la idea opuesta, convicción reforzada por la experiencia en el trabajo, las investigaciones bien contrastadas, y el surgimiento de rumbos novedosos en la psicología clínica.
Terminé persuadido de que, al igual que la música está compuesta de sonidos y de silencios, cuando dominan exclusivamente los silencios los oyentes se van levantando de sus sillas y enfilando para la salida con cara de asco.
Más o menos lo mismo que hacen los consultantes más razonables cuando el profesional le da por mantenerse rigurosamente apegado al libreto que le enseñaron en la Academia. Los más pacientes (valga el doble sentido) en cambio se quedan porque todavía no se enteraron de que hay otro modo de conseguir lo que buscan o necesitan.
«No me hablaba, y me cansé» o alguna variante igualmente airada, es la fórmula que suele exteriorizar el motivo para cambiar de profesional, no importa si privado o público. Un argumento incontestable en el que naufragan mis intentos por defender al colega. Y que le estampillen al consultante la remanida frase pret-a-porter «y a usted, ¿qué le parece?» ante la demanda de opinión sobre el problema expuesto, termina por no dejarme otra que conceder que su enojo está fundamentado.
Reclamar un involucramiento más participativo puede conducir a una insinuación maliciosa sobre la resistencia, o peor, la presunción de que tal reclamo es un intento de psicopateada. Como si el cliente pretendiese sacarles más de lo que se merece a cambio del privilegio de ser recibido en la guarida terapéutica, y pagar por eso.
No tengo la menor idea de cómo se las van a arreglar en el futuro aquellos colegas a los que «desde la teoría» les dicen otra cosa. Desde la mía me dicen exactamente lo contrario. Algo que para la Psicología Clínica Basada en Pruebas -una tendencia que se ha ido afirmando en todo el mundo- es ya un tópico fuera de discusión.
Quizá no sea mala idea para los psicólogos hieráticos ir reconvirtiendo sus creencias en función de los resultados de la investigación científica rigurosa. Alguna vez me tocó a mí, y sigo vivo y haciendo lo que creo que es lo correcto en mi profesión.
De ahí que tenga por costumbre y por norma conversar con la gente. Y a preguntar, a sugerir, a proponer alternativas, a señalar las consecuencias más probables de una u otra decisión, a instar a buscar otros modos de revisar el problema. Incluso me siento en la obligación de promover experiencias y aplicar recursos probadamente eficaces que le permitan a los emproblemados adquirir nuevas habilidades y destrezas para mejorar su modo se entender, sentir, comportarse, o relacionarse con su entorno. Al fin y al cabo para eso me pagan.
En cuanto a los consultantes no puedo menos que leerles sus derechos (como en la “Ley Miranda” de los policiales, ¿vio?):
«Tiene derecho a que le contesten sin chicanas a todo lo que pregunta», «Tiene derecho a que le expliquen los detalles de los procedimientos», «Tiene derecho a que el psicólogo deje de hacerse el misterioso, el profundo, o el oscuro», «Tiene derecho a que le hablen».
Después de todo, los que se aguantan los resultados del ese reconcentrado silencio de discutible eficiencia son los que ponen el cuero en cada sesión.
Colaboración: Aldo Birgier. Psicólogo, Salud Pública. MA en Psicología Médica. E-mail: [email protected]
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