Varias generaciones de argentinos vivieron bajo la sombra de Papá Estado. Esa ficción se perpetuó en el tiempo sin que muchos se percataran que había un cambio de circunstancias en el mundo. Los hijos naturales, adoptivos y legítimos de ese enorme Papá se acostumbraron desde siempre a pedirle, a veces, a exigirle otras, todo tipo de favores y protecciones. Sus derechos surgían del hecho de haber nacido o de estar habitando estas tierras. A cambio de la dadivosa protección nadie le pedía a Papá Estado que indicara el orígen de los fondos. Si Papá Estado se endeudaba con usureros, ello no importaba, ¿quién podía atreverse a cobrar a ese enorme grandote? Si Papá Estado mentía para obtener dinero, tampoco era fundamental ¡Ya estaría luego en condiciones de dar explicaciones que justificaran las falsedades! Si Papá Estado no era ni trabajador ni eficiente ¡no importaba porque mientras no hacía nada estaba pensando en nosotros! Y si en cierto momento, en un acceso de furia o de histeria, nos sacudía con sus manos engrasadas, se lo perdonábamos, porque también nos había dado momentos de felicidad organizándonos ferias, festivales y circos que nos habían distraído un rato.
Poco a poco, Papá Estado nos fue confundiendo conceptos que variaban en su aplicación según quien fuera el sujeto actor o demandado. Es así que se fue descubriendo que el honor no era igual en el ciudadano o en el funcionario; que la verdad era siempre ambivalente; que la razón de Estado podía justificar para muchos o para pocos, la vida o la muerte, la miseria o la riqueza, ser ignorante o ser ilustrado, ser hijo o ser entenado. En resumen, ser o no ser.
¿Cuántos habitantes contribuyeron, sin saber las consecuencias finales, a engendrar a este monstruo que devoró conciencias, aptitudes, inquietudes, sueños legítimos y libertades creadoras?
Tardíamente hemos tomado conciencia de que Papá Estado murió hace tiempo. Para los que no quisieron verlo oportunamente, el hedor y la fetidez de su cuerpo podrido ha terminado por inquietarlos. Quienes creyeron que a su sombra podían vivir sin trabajar, apenas trabajaban y ya ni pueden vivir. Quienes creyeron que podían ser doctores sin estudiar, ya no tienen clientela que acepte el fraude moral e intelectual. Quienes han pretendido un liderazgo sin buenos ejemplos, ya no tienen seguidores.
Se está descubriendo que la luz roja de los semáforos no es un mero elemento decorativo o una prueba para determinar el daltonismo de las personas. Pero el daltonismo moral, por ser tan generalizado por vía de contagio o de imitación, es el que la sociedad ya no tolera más. Es decir que la saturación de las malas conductas está produciendo una reacción solidaria, aun en aquéllos que también participan de hábitos no éticos, pero que se perjudican por las vivezas ajenas.
Si Papá Estado ha muerto, muchos han quedado huérfanos. Es hora que asumamos el rol de personas maduras con plena responsabilidad. Es hora que volvamos a ser ciudadanos esta vez en forma definitiva y permanente, y ejercitemos nuestros derechos, y cumplamos nuestras obligaciones, sin delegaciones de facultades que tergiversen nuestra soberanía individual.
Terminemos el duelo por un funeral que no existió. Además, para no sentirnos tan solos debemos pensar que tenemos una madre, que llamamos Patria, que es la tierra en donde están enterrados, por su propia opción, nuestros abuelos inmigrantes, y en donde muchos quisiéramos morir después de una vida no mediocre. Lamentablemente unos pocos de esos huérfanos no han tenido la posibilidad de conocer esa madre, nacieron guachos.

Carlos Besanson
Publicado en Diario del Viajero Nº206 el 10 de abril de 1991