Semanario REGION®

Del 22 al 28 de marzo de 2019 - Nº 1.353 - Año 29 - INPI 1983083

“Fernanda”, de Pablo Lozano - Espacio de literatura pampeana

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¿El fútbol, es literatura?
Es la pregunta del millón que se hacen los cientos de escritores que abordan esta temática. Es un género que todavía no está completamente aceptado por los círculos de intelectuales y críticos de las letras. Un camino que lentamente se va desandando, merced a las profusas producciones que, como quijotes, a través de los años marcaron el camino de esta temática.
Reconocidos escritores y periodistas la han abordado, con éxito algunos, sufriendo el desconocimiento los más. Nombres como Soriano, Fontanarrosa, Dolina, Sacheri y variados escritores, periodistas, integrantes de la cultura y ex jugadores han tratado de expresar ese mundo extremadamente rico de relaciones humanas que se dan a través de este deporte. Un juego que iguala a todas las clases sociales dentro de un campo de juego, que brinda a todos los que participan en él las mismas armas, que pone en igualdad de condiciones a todos. Una democracia perfecta, una demostración de cómo funciona la sociedad, a la vista de todos, sin tapujos, sin mentiras, sin disfraces extraños que las personas adoptan en otras actividades. Claro que estamos hablando del futbol amateur, de barrio, de potrero, de patios de las escuelas, donde las personalidades se exponen abiertamente delante de todos y no de las grandes organizaciones que se han apoderado del fútbol profesional donde el negocio millonario en dólares, pone en duda todos estos valores primarios, la frescura y la espontaneidad de este hermoso deporte.
Varios factores se suman para que este género todavía no haya logrado ponerse en las primeras planas de las editoriales, salvo excepciones donde la fama de los escritores supera la mera temática futbolera. Quizás, el relato crudo de los acontecimientos que se desarrollan en un potrero, pone de manifiesto las lealtades y deslealtades, la miseria y las bondades de los de los seres humanos, a cara lavada, sin meros eufemismos. Tal vez el lenguaje que se utiliza para describir las situaciones inherentes al juego es imposible de disfrazar con palabras ornamentadas de la literatura de elite. Pero en definitiva los temas recurrentes como el amor, la muerte, las traiciones, las lealtades, se expresan de la misma manera en un ámbito distinto, carente de los oropeles bronceados de literatura universal.

En nuestra Provincia hay intentos de abordar esta temática, tratando de explorar la rica historia del fútbol pampeano, de jugadores emblemáticos, de los estadios antiguos, de los potreros, de los campeonatos nacionales donde representantes pampeanos arañaron, en el pasado, las más altas esferas del fútbol nacional.
El escritor Pablo Lozano, quizá por su pasado de futbolista, se le ha animado a esta temática abordándola desde sus más distintas aristas.

El cuento que presentamos, “Fernanda”, fue premiado por la municipalidad de Rosario en el concurso “Cuentos de deportes 2” y publicado por la editorial Homo Sapiens.
Posteriormente fue incluido en una antología de autores pampeanos en el libro “Mujer” publicado por la Secretaría de la Mujer de la provincia de La Pampa.
En él, el autor trata de contar una pequeña historia de amor (como tantas en la literatura) pero que se desarrolla en una cancha de fútbol, hecho que fue evaluado convenientemente por los jurados de dicho concurso.
En esta primera entrega del “Espacio de la Literatura Pampeana” presentamos el cuento ganador. El autor ha publicado diversos cuentos de fútbol y de temática urbana, generalmente con el telón de fondo de la geografía pampeana. Asimismo su novela “Tumba se sal” resultó ganadora del primer concurso internacional de novela corta de la editorial porteña “Ediciones Mis Escritos”.

Pablo Lozano hace la salvedad que determinados nombres y pequeños hechos fueron modificados del texto original a los efectos de no identificar situaciones y personajes que se puedan sentir aludidos.

FERNANDA

Siempre sucede lo mismo y no tengo forma de evitarlo. Cada vez que una pelota comienza a rodar en cualquier potrero me acuerdo de Fernanda.
Jamás pude explicarme demasiado bien lo que producía en mí esa situación, ya que el golpe del recuerdo nítido y sin fisuras aparecía justo en esos momentos y en ese lugar, nunca en otros. A lo largo de los años, en otros acontecimientos de mi vida, no la recordaba ni por las tapas, pero allí, en medio de un potrero, en una cancha de barrio o en un estadio cualquiera, ella se me aparecería siempre, como de la nada, como convocada por no sé que extraños espíritus del corazón que no me permitían olvidarla a pesar del transcurso de los años.
Algo debió haber sucedido para que su recuerdo se metiera en mí, se hiciera imborrable luego de tanto tiempo y martillara constantemente como reclamando el final de un círculo que no pude cerrar.
Porque al fin y al cabo, la habré visto, con toda la furia, tres o cuatro veces. Hasta el día en que un tipo con apariencia de mastodonte nos encontró en una mesita del fondo de la confitería La Capital y, a través de un sutil mensaje que me comunicó por medios de sus inmensas manos alrededor de mi cuello, accedí a la sugerencia de dejar de verla para siempre.

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- Che, Cabezón, el sábado nos juntamos en la canchita de la laguna. ¿Contamos con ustedes?-
- ¿La laguna Don Tomás? ¿No hay algún lugar un poco mas lejos para armar el picado, Negro, o te crees que no tenemos nada que hacer?-
- Dale, dejá de boludear. Vos y todos esos vagos que te acompañan si no juegan un sábado se mueren de tristeza.
- Claro que vamos a ir, pero después no me vengas con que no hay lugar. Ya sabés que algunas veces nos ha pasado que algún matón del barrio se mete de prepo a jugar y quedamos de seña.-
- Grande Cabezón, dejate de rezongar y los espero a todos a la una y media en punto. .-

El colectivo de la 22 de Abril tenía la parada al fondo de la avenida España, frente a los portones de Vialidad Nacional. Lo tomábamos casi con asistencia perfecta todos los sábados por la tarde. La línea recorría las calles de la Villa Santillán y en casi todas las paradas había una canchita o un baldío. Así que desde arriba calculábamos la concurrencia y nos bajábamos en la cancha menos poblada. El chofer nos conocía de memoria y nosotros adivinábamos la cara de tuje que ponía al ver subir, como un manada de bisontes, corriendo y a los gritos, a cuatro o cinco tremendos grandulones de pantalón corto, con un olor rancio a aceite verde, cargados como camellos con bolsos, pelotas y una serie interminables de frascos de ungüentos para mitigar los golpes.
Hacía ya algunos sábados que accedíamos a las invitaciones del Negro, a pesar de que era un lugar que no me resultaba agradable, debido a que siempre aparecían grupos de otros barrios con ganas de ejercer su autoridad con métodos no convencionales.
El colectivo, después de hacer un recorrido casi interminable, al cabo de una hora, nos dejaba al fondo de la avenida, en la entrada al parque Don Tomás y desde allí caminamos unos cientos de metros hasta el lugar donde se improvisaba la cancha de fútbol.
La escena se repetía exactamente igual todos los fines de semana. En el descampado se armaba la canchita con los bolsos como arcos, a no ser que la divina providencia nos permitiera encontrar en las cercanías algunos palos de determinada altura que eran clavados a una distancia equidistante, atados con un hilo en los extremos que hacía de travesaño. Luego, con una bolsita de harina, se marcaban los límites con una línea despareja, esquivando arbustos y árboles pequeños, después se hacía lo propio con los rectángulos de las áreas penales y un punto inmenso en el centro del campo de juego.
Ese sábado, el campito estaba poblado de grupos de muchachos de distintas edades y como siempre ocurre en estos casos tratando de juntarse en dos grupos diferenciados. Ceremonia complicada si las había. El proceso consistía en la designación de dos elegidores, honor que generalmente recaía en los líderes del barrio que, luego de infinitos conciliábulos, procedían a la elección de la concurrencia. Selección que hacían por conocimiento de las cualidades del elegido o, en caso de ser un desconocido, una simple mirada de su indumentaria les permitía deducir a simple vista y a vuelo de pájaro las cualidades innatas del jugador y determinaban, a priori, sus posibles capacidades para integrar uno u otro equipo. La autoridad delegada en los elegidores era incuestionable, su simple mirada envestía al desconocido de un tinte de jugador de primera división o lo convertía en un tronco sin remedio.
Al vernos llegar el Negro pegó un grito de satisfacción. Estaba en medio de un grupo que, en una primera mirada, supusimos que eran el equipo que en su calidad de elegidor estaba armando. Llevaba la voz cantante debido a que vivía cerca de la laguna y ejercía una comprobada autoridad y ascendencia sobre la canchita y sobre todos los que pretendieran hacer uso de ella. Confieso que verlo al Negro haciendo de elegidor me tranquilizó, debido al hecho que jugar con extraños no era mi fuerte. Esta vez los desconocidos éramos nosotros y como la posibilidad de la roña y de las piñas era un hecho siempre latente en estos partidos de barrio, ser amigo del elegidor ya de por sí constituía una ventaja. Siempre fiel a mis principios de que la cobardía en un partido de fútbol no era un hecho que la sociedad, la justicia o Dios alguna vez te lo demanden.
Luego el sistema era siempre el mismo: los elegidores tratando de sacarse ventaja, procedían a la división de jugadores para cada lado, hecho muy estudiado, ya que una vez que se echaba a rodar la pelota no había vuelta atrás. A los conocidos se los disputaban como a una herencia y los nuevos sufrían la humillación de la indeferencia. Las discusiones se tornaban interminables tratando de demostrarse mutuamente las cualidades y defectos de los elegidos, conversaciones que por lo general subían de tono amenazando llegar a otros límites, por lo que los intentos de pelea comenzaban tempranamente, lo que hacía que la ceremonia de conformación de los equipos se constituía en un cometido pesado y se estiraba en el tiempo más de lo conveniente. Hasta que una voz sabia, que por gracia de Dios siempre aparecía, conminaba a terminar la tarea ya que el tiempo que se perdía en esos menesteres era el que se le quitaba al juego propiamente dicho y que si se estiraba demasiado la noche podía aguar la fiesta. Esta amenaza latente echaba un manto de razonabilidad en los elegidores, los hacía ceder, en parte, sus convicciones y a finalizar en forma apresurada la tarea.
Con nosotros no hubo demasiados inconvenientes ya que éramos casi desconocidos y por lo que parecía nuestros aspectos de futbolistas no despertaban demasiadas expectativas, así que dos para cada lado y a otra cosa mariposa.

Cuando la situación tendía a normalizarse, empezaban a acallarse las discusiones y cada jugador tomaba su ubicación en el sector del terreno que le había correspondido en suerte, el Negro, movido no se por que inspiración extraña, cometió el error histórico.
Por detrás de la línea de harina de unos de los laterales que daba a la entena de LU33 y debajo de unos tamariscos gigantes había un tipo grandote. Se adivinada a la distancia una espalda inmensa y unos brazos cuidadosamente trabajados, al que el Negro levantando la mano le gritó, sin siquiera consultar a nadie:
- ¡Flaco!. ¿Querés jugar?-
Es el día de hoy que no entiendo porque el Negro se mandó semejante macana. ¿Qué fue lo que lo hizo hacerse el solidario justo en ese momento? ¿Que necesidad tenía? Si los equipos estaban ya conformados, todos tranquilos y las puteadas eran solo un recuerdo.
El tipo estaba dispuesto a mirar el partido debajo de los tamariscos con una piba de unos quince o dieciséis años o tal vez más, supuse que debería ser la hija o algo por el estilo.
- Claro - contestó, dando un grito.-……. Pero ella también juega.- agregó.

Los que habíamos prestado atención en las formas redonditas de la piba nos miramos extrañados ya que, de no ser una joda, la situación no se comprendía y el tipo por la facha, jodón, no me pareció.
- ¿Qué?- dijo sorprendido el Negro.
- ¿Sos sordo o te hacés? Te dije que ella también juega.- retrucó el mastodonte, alzando la voz.
- Pero flaco, como va jugar si es una mina-. dijo el Negro.
- Si yo dije que ella juega, ella juega.- gritó el tipo levantando los hombros, mostrando, deliberadamente, una imagen mucho más bestial de la que por naturaleza tenía.

Me pareció que el Negro ahí se dio cuenta de la situación. Sorprendido, buscó el apoyo y la complicidad de los demás y notó que por sobre el montón de guapos que hasta hacía instantes se prometían trompadas y venganzas en pos de sus ideales, flotaba ahora un manto de resignación y cobardía. Cuando se dio vuelta para mirarme me encontró justo con la mirada clavada en el suelo, atándome las zapatillas por cuarta vez.
Sin darle tiempo a reaccionar, con una concurrencia muda e indiferente, la misma que momentos antes, en la elección, eran capaces de enfrentar al ejército de Atila con un revolver a sebita, el grandote se metió a la cancha con la piba. Y dijo como dueño absoluto de la situación:
- Yo juego de este lado y vos, Fernanda, de aquel.-
Un silencio de cementerio sobrevoló la cancha y nadie se atrevió a decir palabra. El tipo se fue para lado del arco contrario y Fernanda se acercó para el lado mío.
Y unos momentos después me dí cuenta que Fernanda no iba a ser una mujer más para mí, cuando, en un momento sagrado, me miró fijo con unos profundos ojos azules y me hizo sentir que jamás había mirado así a ningún otro hombre y en un gesto de complicidad, que solo yo entendí, me convirtió en dueño absoluto del universo.
Así como así, con naturalidad, paró la pelota suavemente con su empeine derecho y me la tiró bombeada, chanchita, en una comba perfecta, por sobre la espalda del último defensor.